En 1974, siete semanas antes de enfrentarse en Kinshasa al campeón mundial de los pesos pesados George Foreman en su «com­bate en la jungla», Muhammad Alí practicaba sus golpes como si no le importara, lanzando algunos desganados ganchos a su sparring como si se estuviese entrenando con un saco de boxeo. La mayor parte del tiempo se apoyaba contra las cuerdas y dejaba que su oponente lo gol­peara desde todos los ángulos.

En los últimos años de su carrera boxística, Alí dedicó la mayor parte de sus entrenamientos a aprender a encajar los golpes. Estudió cómo mover la cabeza un microsegundo antes del impacto y con qué parte del cuerpo podía esquivar el golpe para que no doliera tanto. No estaba entrenando su cuerpo para ganar. Estaba entrenando su mente para no perder, sobre todo en ese momento del doceavo asalto en que uno cae víctima del cansancio y la mayoría de los boxeadores ya no aguantan más.’ El trabajo más importante no lo estaba haciendo en el ring, sino en su sillón. Estaba peleando el combate en su cabeza.

Alí era un maestro de la intención. Desarrolló un conjunto de ha­bilidades mentales que alteraron su desempeño en el ring. Antes de un combate, usaba todas las técnicas de automotivación existentes: afir­maciones, visualizaciones, ensayos mentales, autoconfirmaciones y tal vez el más poderoso epigrama de valor personal jamás dicho: «Soy el más grande». Alí también hacía declaraciones públicas de sus inten­ciones. Su constante aluvión de pequeños versos y poemitas, aparente­mente tan inocuos, eran en el fondo intenciones disfrazadas:

«Archie Moore puede ser muy alto, pero besará la lona en el cuarto asalto».

«Clay lanza un derechazo, un golpe muy hermoso, y con ese guantazo derriba al pobre Oso».

Antes de un combate, Alí repetía estas pequeñas rimas como un mantra —a la prensa, a sus adversarios, incluso en el cuadrilátero— hasta que él mismo las aceptaba como un hecho.

Cuando se enfrentó a Alí en Kinshasa, Foreman era siete años más joven que él y uno de los boxeadores más brutales que se han visto en el ring. Sólo dos meses antes había liquidado a Ken Norton con cinco golpes en la cabeza después de únicamente dos asaltos.

Sin embargo, en las semanas anteriores a la pelea, cuando los periodistas le preguntaban sobre el hecho de que las apuestas estuvie­sen dos a uno en su contra, Alí respondía lo siguiente:

«Foreman tiene una buena pegada, pero no sabe golpear -y se ponía a golpear el aire frente a la nariz del periodista— Foreman sólo empuja a sus adversarios. Además, es muy lento, sus golpes tardan un año en llegar a su destino. No estoy en absoluto preocupado. Esta va a ser la mayor sorpresa en la historia del boxeo».

La intención de Alí se convirtió en realidad en el combate de Kinshasa. También usó con maestría la intención para derrotar a Joe Frazier en las Filipinas ese mismo año, en la que tal vez fue la mayor exhibición de boxeo de todos los dempos.

Esta vez, Alí creó un muñeco de vudú. Convirtió a su feroz opo­nente en un pequeño gorila de goma que llevaba consigo en el bolsi­llo de su chaqueta y al que lanzaba algún que otro golpe frente a las cámaras de televisión:

«Va a ser una maravilla cuando acabe con el gorila en Manila».

Cuando Frazier entró en el ring ya había sido redu­cido en la mente de Alí a algo menos que humano.

Además de estas intenciones verbalizadas, Alí llevaba a cabo inten­ciones mentales ensayando cada momento del combate en su cabeza: la fatiga de sus piernas, su cuerpo cubierto de sudor, el dolor en los ríñones, las magulladuras de su rostro, el flash de los fotógrafos, los gri­tos exultantes del público, incluso el momento en que el árbitro levan­ta su brazo como vencedor del combate contra Frazier. Alí enviaba a su cuerpo una intención ganadora y su cuerpo respondía obedeciendo las órdenes recibidas.

Hoy en día, los deportistas de distintas especialidades practican habitualmente lo que suele llamarse «ensayo mental», «prác­tica implícita» o «ensayo encubierto». La intención focalizada es con­siderada esencial para alterar o mejorar el desempeño deportivo. Los nadadores, patinadores, halterofilistas y jugadores de fútbol emplean la intención para mejorar su rendimiento y su consistencia. La intención se usa incluso en deportes de ocio, como el golf o el montañismo.

El psicólogo Alian Paivio, profesor emérito de la Universidad de Western Ontario, fue el primero en proponer que el cerebro usa un «código dual» para procesar simultáneamente la información verbal y no verbal. La práctica mental ha demostrado funcionar tan bien como la práctica física para las pautas y la sincronización. El modelo de Paivio ha sido adaptado para ayudar a los deportistas en su motiva­ción, o para aprender o mejorar una determinada habilidad. Las téc­nicas del ensayo mental han sido estudiadas y comentadas exhaustiva­mente en la literatura científica y de divulgación, y su credibilidad aumentó aún más en 1990, cuando la Academia Nacional de Ciencias examinó todos los estudios científicos realizados hasta la fecha y los declaró eficaces.

El ensayo mental más efectivo consiste en imaginar el evento deportivo desde la perspectiva del deportista, como si estuviese real­mente compitiendo. Equivale a una prueba mental —Alí imaginando el momento en que su puño conecta con el ojo izquierdo de Frazier—. El deportista imagina detalladamente el futuro en su devenir. Los cam­peones ensayan con antelación cada aspecto de la situación, y los pasos que deberían dar para superar cualquier obstáculo.

Los deportistas más exitosos dividen sus actuaciones en pequeños componentes y trabajan para mejorar determinados aspectos. Para dominar su especialidad, imaginan una actuación perfecta.Se centran en los momentos más difíciles y desarrollan buenas estrategias para lidiar con ellos —como un desgarro muscular, mantener el control ante la adversidad o una decisión arbitral adversa— Emplean distintas intenciones dependiendo de si están aprendiendo una habilidad por primera vez o de si desean mejorar su técnica. Como Muhammad Alí, los deportistas de élite aprenden a bloquear las imágenes que repre­sentan dudas. Si la imagen de un obstáculo surge en su mente, saben muy bien cómo cambiar la película interna, y eliminan esa escena para poder imaginar el éxito.

¿cómo puede el simple hecho de pensar en una actuación afectar a la actuación real?

Las investigaciones sobre el cerebro con la electromiografía (EMG) nos dan algunas pistas. La EMG proporciona una instantánea en tiempo real de las instrucciones del cerebro al cuer­po —cuándo y dónde el cerebro dice al cuerpo que se mueva— regis­trando cada impulso eléctrico enviado por las neuronas motoras a determinados músculos para producir una contracción. Generalmente, la EMG es usada para ayudar a los médicos a diagnosticar las enfer­medades neuromusculares y a comprobar si los músculos responden adecuadamente a la estimulación.

Pero la EMG también ha sido empleada para resolver un intere­sante enigma científico: averiguar si el cerebro distingue entre un pen­samiento y una acción. ¿Crea el pensamiento de una acción el mismo patrón neurotransmisor que la propia acción? Para responder a esta pregunta, un grupo de esquiadores fueron conectados a una unidad de EMG mientras realizaban ensayos mentales. Durante el tiempo en que los esquiadores estuvieron ensayando sus descensos, los impulsos eléc­tricos hacia sus músculos fueron exactamente iguales a los que se pro­ducían cuando ejecutaban realmente la prueba. El cerebro enviaba las mismas instrucciones al cuerpo, tanto si el movimiento era imaginario como si era real.

Las investigaciones con EEG han mostrado que la actividad eléc­trica producida por el cerebro es idéntica tanto si estamos pensando en hacer algo como si estamos realmente haciéndolo. En los halterofilistas, por ejemplo, los patrones EEG del cerebro que serían activados para producir las habilidades motoras reales  son activados cuando la habilidad se está simplemente simulando en la mente.’ El mero pensa­miento es suficiente para producir las instrucciones neurales necesarias para lle­var a cabo el acto físico.

Cuando un deportista está en acción, los nervios que envían seña­les a los músculos a lo largo de una determinada vía son estimulados y las sustancias químicas que han sido producidas permanecen ahí durante un período corto. Cualquier estimulación futura a lo largo de la misma vía es facilitada por los efectos residuales de las conexiones anteriores. Mejoramos en las tareas físicas porque las vías de señaliza­ción para pasar de la intención a la acción ya han sido creadas. Es algo parecido a una vía de tren que atraviesa tierras salvajes e inhóspitas. El desempeño futuro mejora porque tu cerebro conoce el camino y sigue la vía que ya ha sido instalada. Como el cerebro no distingue entre hacer algo determinado y simplemente pensar en hacerlo, los ensayos mentales son tan buenos para crear una vía como la práctica física. Los nervios y los músculos crean una vía tan sólida como la creada mediante la práctica repetida.

Sin embargo, hay algunas diferencias importantes entre la prácti­ca física y la mental. Con la primera, cuando practicas demasiado, te cansas, y el cansancio causa interferencias eléctricas y bloqueos en las vías. Con la intención mental nunca se producen bloqueos, no impor­ta lo mucho que practiques en tu cabeza.

La otra diferencia se refiere al tamaño del efecto; el patrón neu­romuscular creado por la práctica mental puede ser levemente más pequeño que el de la física. Aunque ambos tipos de práctica crean los mismos patrones musculares, las actuaciones imaginarias tienen una magnitud menor.

Podemos usar la intención para controlar prácticamente cual­quier proceso corporal y tal vez incluso las enfermedades que ponen en peligro la vida. Pero ¿pueden nuestros pensamientos sobre los demás ser tan potentes como aquéllos sobre nosotros mismos?

El psicólogo William Braud es uno de los pocos científicos que han examinado este tema. Braud reunió a un grupo de voluntarios y les pidió que realizaran un biofeedback entre ellos. Después de empare­jar a los componentes del grupo, conectó a un miembro de cada pare­ja a una máquina de biofeedback, y luego pidió al otro miembro que res­pondiera a los resultados y llevara a cabo el envío de instrucciones mentales. Según las pruebas de Braud, los resultados eran equivalentes a los que se producían cuando los pacientes usaban el biofeedback con sus propios cuerpos. Las buenas intenciones de otro hacia ti pueden ser tan poderosas como las tuyas propias.

Los otros estudios de Braud también sugieren que cuanto más «ordenados» sean nuestros pensamientos, más podremos influir sobre los de los demás para hacerlos también más «ordenados». Por ejemplo, en sus experimentos, la gente tranquila fue la que más éxito tuvo a la hora de enviar influencia mental para calmar a la nerviosa, y la gente con buena capacidad de concentración fue la que más ayudó a con­centrarse a la distraída. El trabajo de Braud también sugiere que los mayores efectos se producen cuando la persona está más necesitada de ayuda.

Todas estas posibilidades sugieren que tenemos una enorme res­ponsabilidad a la hora de generar nuestros pensamientos. Cada uno de nosotros es un Frankenstein en potencia, con un extraordinario poder para afectar al mundo vivo que nos rodea.

Fuente:El experimento de la Intencion